29 de marzo de 2008

Memorias del Subsuelo - Dostoievski

"Un momento. Quiero expresarme con claridad. No es un problema de palabras. Lo notable de ventaja es que transforma todas las clasificaciones y tablas compuestas por los humanitaristas para felicidad del género humano,. Las ahuyenta, por decirlo así. Pero antes de dar nombre a esa ventaja, permítaseme comprometerme y declarar qué todos esos encantadores sistemas, todas esas teorías que explican al hombre cuál es su verdadero interés, de modo que al alcanzarlo se vuelva en el acto bueno, y noble, todas ellas no son, en mi opinión, otra cosa que estériles ejercicios de lógica. Sí, nada más que eso. Por ejemplo, proponer la teoría de la regeneración humana por la búsqueda de sus verdaderos intereses es, creo yo, casi como...bueno, como, decir, cual dice H.T. Buckle, que el hombre madura bajo la influencia de la civilización y se vuelve menos sanguinario y propenso a hacer la guerra. Para llegar a esta conclusión parece haber seguido un razonamiento lógico. Pero los hombres lo adoran los razonamientos abstractos y las sistematizaciones bien elaboradas, a tal punto, que no les molesta deformar la verdad, cierran los ojos y los oídos a todas las pruebas que los contradicen, con tal de conservar sus construcciones lógicas. Y yo diría que el ejemplo que he tomado aquí es en verdad flagrante. No hay más que mirar en torno y se verán derramamientos de sangre, y la sangre es derramada casi jugando, como si fuese champagne. ¡Ahí tienen a Estados Unidos, esa indisoluble unión, hundida hasta el cuello en la guerra civil! Ahí tiene la farsa de Schleswig-Golstein...
¿Y qué hay en nosotros que haya sido suavizado por la civilización? Afirmo que lo único que ésta hace es desarrollar en el hombre una mayor capacidad para experimentar una mayor variedad de sensaciones. Y nada, absolutamente nada más. Y gracias a ese desarrollo, es posible que el hombre puede todavía aprender a gozar con el derramamiento de sangre. ¡Pero su eso ya ha sucedido! ¿Se han dado cuenta, por ejemplo, de que los tiranos, mas refinados y sanguinarios, comparados con quienes los Atila y los Stenka Tazin equivalen a simples niños de coro, son a menudo exquisitamente civilizados? En realidad, si no resultan tan notables es porque hay demasiados de ellos, y porque se nos han vuelto demasiado familiares. La civilización ha hecho al hombre, si no siempre mas sediente de sangre, por lo menos mas furiosas, mas horriblemente sanguinario. En el pasado se veía justicia en el derramamiento de sangre, y se mataba, sin mayores remordimientos de conciencia, a aquellos a quienes se consideraban necesario matar. Hoy, aunque consideramos espantoso derramar sangre, seguimos haciéndolo, y en escala mucho mayor que hasta ahora. Se ha dicho que Cleopatra -y, por favor, perdónenme por este ejemplo de la historia antigua- sentía placer cuando clavaba agujas de oro en los pechos de sus esclavas, que se deleitaba con sus gritos y contorsiones. Podrán ustedes objetarme que esto sucedía en tiempo relativamente bárbaros; o quizá digan que todavía hoy vivimos en una época bárbara (también en términos relativos), que todavía se clava agujas a la gente y que aún hoy, aunque el hombre ha aprendido a tener más discernimiento que en tiempos antiguos, todavía debe aprender a seguir los dictados de su razón.
Ello no obstante, en los pensamientos de ustedes no cabe duda alguna de que lo aprenderá en cuanto se haya liberado de ciertas malas costumbres antiguas, y cuando el buen sentido y la ciencia hayan reeducado por completo la naturaleza humana, dirigiéndola por los caminos adecuados. Parecen estar seguros de que el hombre mismo abandonara sus extravíos por su propia y libre voluntad, y dejará de oponer su arbitrio a sus intereses. Más aún: dicen que la ciencia enseñará al hombre (aunque se me ocurre que esto es un lujo) que no tiene voluntad ni caprichos- que en verdad nunca los tuvo-, que es algo así como un teclado de piano o un pedal de órgano; que por otra parte, hay en el universo leyes naturales, y que todo lo que le ocurre sucede fuera de su voluntad, por sí mismo, como si dijéramos, en consonancia con las leyes de la naturaleza. Por lo tanto, lo único que queda por hacer es descubrir esas leyes y el hombre ya no será responsable de sus actos. Entonces la vida resultará en verdad fácil para él. Todos los actos humanos serán incorporados, por medio de una lista, a algo así como tablas de logaritmos, digamos hasta el número 108.000, y trasladaos a un almanaque. O mejor aún, aparecerán catalogados destinados a ayudarnos tal como hacen los diccionarios y las enciclopedias. Contendrán detallados cálculos y pronósticos exacto de todo lo que vendrá, de modo que ya no sean posible en este mundo las aventuras ni la acción.
Y entonces -ustedes son quienes hablan- surgirán nuevas relaciones económicas, relaciones hechas de medida y calculadas de antemano con precisión matemática, de forma que en el acto desaparecen todos los problemas posibles, porque todos reciben las soluciones posibles. Y entonces se levantará el utópico palacio de cristal; y entonces...bueno, la vida será eterna bienaventuranza.
Por supuesto, ni pueden garantizar (ahora hablo yo) que eso no resulte espantosamente aburrido (¿pues qué se podrá hacer cuando todo esté predeterminado por almanaques?). Pero, por otra parte, todo estará planeado en forma muy razonable.
Pero es posible que uno haga cualquier cosa de puro tedio. Por aburrimiento se clava agujas de oro a la gente.(...)"

Fragmento de:
"Memorias del subsuelo" - Fedor Dostoievski
Publicado en 1866

20 de marzo de 2008

Paradoja?

Los grandes cambios a través de la historia se produjeron luego de grandes derramamientos de sangre. Siempre hubo y habrá dominados que se rebelaran contra sus opresores hasta lograr ocupar su lugar y dominar, del mismo modo que sus opresores caídos, a otros que, tarde o temprano, también se sublevaran contra ellos.
Pareciera que los lazos sociales devienen de esa lucha... Hay comunidad en la resistencia por perdurar en el poder y hay comunidad en el interés de no ser oprimidos. El vínculo en sí, esencialmente está motivado por lo mismo, el "otro", no se trata de un vínculo dado exclusivamente en función de la pertenencia a un grupo social, sino por la diferencia respecto de otro grupo.
...
La utopía es la gran zanahoria que siempre perseguiremos y que jamás alcanzaremos...

18 de marzo de 2008

Ella & Sachtmo - Summertime

Más Rosario...




01- Puesta de sol desde el tren



02- Digital vs. Analógica


03- Impresionismo digital




04- Llegando a Campana... creo...




05- And the sun... cries... Mary...

Herbie Hancock - Cantaloup Island

16 de marzo de 2008

Fragmento de "El suicidio" de Émile Durkheim

III
¿Será, pues, incurable el mal? Al pronto, podría creerse así, puesto que, de todas las sociedades cuya feliz influencia hemos establecido precedentemente, no hay ninguna que nos parezca en situación de aportarle un verdadero remedio. Pero hemos demostrado que si la religión, la familia, la patria, preservan del suicidio egoísta, no se debe buscar su causa en la naturaleza especial de los sentimientos que cada una pone en juego. Todas ellas deben esta virtud al hecho general de que son sociedades y no la tienen sino en la medida en que son sociedades bien integradas, es decir, sin exceso en ningún sentido. Cualquier otro grupo puede, pues, tener la misma acción, con tal de, que ostente la misma cohesión. Ahora bien, fuera de la sociedad confesional, familiar, política, hay otra de la que no se ha tratado hasta ahora: es la que forman, como asociados, todos los trabajadores del mismo orden, todos los cooperadores de la misma función, es el grupo profesional o la corporación.
Que es apta para desempeñar este cometido se desprende de su definición. Puesto que está compuesta de individuos que se dedican a los mismos trabajos y cuyos intereses son solidarios, y hasta se confunden, no hay terreno más propicio a la formación de ideas y de sentimientos sociales. La identidad de origen, de cultura, de ocupaciones, hace de la actividad profesional la materia más rica para una vida común. Desde luego, la corporación ha atestiguado, en el pasado, que era susceptible de ser una personalidad colectiva, celosa, hasta excesivamente, de su autonomía y de su autoridad sobre sus individuos; no es, pues, dudoso que pueda ser para ellos un medio moral. No hay razón para que el interés corporativo no adquiera, a los ojos de los trabajadores, ese carácter respetable y esa supremacía que el interés social tiene siempre respecto a los intereses privados en una sociedad bien constituida. Por otro lado, el grupo profesional tiene sobre todos los otros la triple ventaja de que es de todos los instantes, de todos los lugares, y que su imperio se extiende a la parte más grande de la existencia. No actúa sobre los individuos de una manera intermitente, como la sociedad política, sino que está siempre en contacto con ellos por la sola razón de que la función de que es órgano, y en la que todos colaboran, está siempre en ejercicio. Sigue a los trabajadores a todos los sitios donde se transporten, lo que no puede hacer la familia. En cualquier punto donde estén, les rodea, les recuerda sus deberes, les sostiene cuando es preciso.
En fin, como la vida profesional es casi toda la vida, la acción corporativa se hace sentir sobre todos los detalles de nuestras ocupaciones, que están así orientadas en un sentido colectivo. La corporación tiene, pues, todo lo necesario para enmarcar al individuo, para sacarle de su estado de aislamiento, y, dada la insuficiencia actual de los otros grupos, ella es la única que puede llenar este indispensable oficio.
Pero, para que tenga esta influencia, es preciso que esté organizada sobre bases completamente distintas que hoy día. Por lo pronto, es esencial que en vez de quedar como un grupo privado que la ley permite, pero que el Estado ignora, llegue a ser un órgano definido y reconocido de nuestra vida pública. No queremos decir con esto que sea preciso hacerle obligatoria necesariamente; pero lo que importa es que esté constituida de manera que pueda desempeñar una misión social, en vez de expresar tan sólo diversas combinaciones de intereses particulares. No es esto todo. Para que ese marco no quede vacío es preciso depositar en él todos los gérmenes de vida, propios para desarrollarse allí. Para que esta agrupación no sea un sencillo rótulo, hay que atribuirle funciones determinadas y hay una que está en situación de cumplir mejor que ninguna otra.
Actualmente, las sociedades europeas están colocadas en la alternativa de dejar irreglamentada la vida profesional o de reglamentaria por el intermedio del Estado, porque no hay otro órgano constituido que pueda desempeñar ese cometido modelador. Pero el Estado se halla muy lejos de estas manifestaciones complejas para encontrar la forma especial que conviene a cada una de ellas. Es una máquina pesada que no está hecha más que para obras generales y sencillas. Su acción siempre uniforme no puede plegarse y ajustarse a la infinita diversidad de las circunstancias particulares. Por ello resulta precisamente opresiva y niveladora. Mas, por otro lado, comprendemos bien que es imposible dejar en estado de desorganización toda la vida que se ha desprendido así. He aquí cómo, por una serie de oscilaciones sin término, pasamos alternativamente de una reglamentación autoritaria, que su exceso de rigidez hace impotente, a una abstención sistemática, que no puede durar a causa de la anarquía que provoca. Ya se trate de la duración de la jornada, o de la higiene, o de los salarios, o de las obras de previsión y de asistencia, en todas partes las buenas voluntades vienen a chocar con la misma dificultad. En cuanto se ensaya el instituir algunas reglas, la experiencia las encuentra inaplicables, porque les falta flexibilidad; o, al menos, no se aplican a la materia para la que han sido hechas más que violentándolas.
La única manera de resolver esta antinomia consiste en constituir, fuera del Estado, aunque sometido a su acción, un haz de fuerzas colectivas cuya influencia reguladora pueda ejercerse con más variedad. Sólo las corporaciones reconstituidas satisfacen esta condición, y no se percibe que otros grupos la podrían cumplir. Están muy próximos a los hechos, en contacto directo y constante con ellos para recoger todos sus matices y deben ser bastante autónomas para poder respetar así su diversidad. A ellas, pues, es a quien corresponde dirigir sus cajas de seguros, de asistencia, de retiro, de que tantas buenas almas sienten la necesidad, y que se duda, con razón, poner en las manos, ya tan poderosas y tan inhábiles del Estado; igualmente a ellas corresponde regular las conflictos que se suscitan sin cesar entre las ramas de una misma profesión; fijar, pero de una manera distinta, según las diferentes clases de empresas, las condiciones a que deben someterse los contratas para ser justos; impedir, en nombre del interés común, que los fuertes exploten abusivamente a las débiles, etc. A medida que se divide el trabajo, el derecho y la moral, aun reposando en todas partes sobre los mismos principios generales, toman, en cada función particular, una forma diferente. Aparte de los derechos y las deberes que son comunes a todos los hombres, los hay que dependen de los caracteres propias de cada profesión y su número aumenta, lo mismo que su importancia, a medida que la actividad profesional se desarrolla y se diversifica más. A cada una de estas disciplinas especiales la hace falta un órgano igualmente especial para aplicarla y mantenerla. ¿Con qué puede éste formarse sino con los trabajadores que concurren a la misma función?
He aquí, a grandes rasgos, lo que deberían ser las corporaciones, para que pudiesen rendir los sacrificios que hay derecho a esperar de ellas. Sin duda, cuando se considera el estado en que se hallan actualmente, con dificultad es posible imaginarse que puedan ser elevadas alguna vez a la dignidad de poderes morales. En efecto, están formadas por individuos sin ningún vínculo entre ellos, que no tienen más que relaciones superficiales e intermitentes, que hasta están dispuestas a mirarse como rivales o enemigos más que como cooperadores. Pero el día en que tengan tantas cosas en común, que las relaciones entre ellos y el grupo de que forman parte sean, hasta ese punto, estrechas y continuas, nacerán sentimientos de solidaridad, hoy casi desconocidas, y la temperatura moral de ese medio profesional, actualmente tan fría y tan extraña a sus miembros, se elevará necesariamente. Y esos cambios no se producirán, tan sólo, como pueden hacer creer los ejemplos precedentes, en los fenómenos de la vida económica. No hay profesión en la sociedad que no reclame esta organización y que no sea susceptible de recibirla. De este modo el tejido social, cuyas mallas están tan peligrosamente relajadas, se ajustada y afirmaría en toda su extensión.
Esta restauración, cuya necesidad se hace sentir universalmente, tiene, por desgracia, en su contra la mala fama que han dejado en la historia las corporaciones del antiguo régimen. Sin embargo, el hecho de que hayan durado, no sólo desde la Edad media, sino desde la antigüedad greco-latina (14), ¿no tiene más fuerza probatoria su reciente abrogación para afirmar que son indispensables que puede tenerla para demostrar su inutilidad? Si, salvo durante un siglo, en, todas partes donde la actividad profesional ha tomado algún desarrollo se ha organizado corporativamente, ¿no es altamente verosímil suponer que esta organización es necesaria y que si, hace cien años, no se encontró a la altura de su misión el remedio consistirá en enderezarla y mejorarla, no en suprimirla radicalmente? Es cierto que habría terminado por convertirse en un obstáculo a los progresos más urgentes. La vieja corporación, estrechamente local, cerrada a toda influencia de fuera, habría perdido su significación, en una nación moral y políticamente unificada: la autonomía excesiva de que gozaba y que la hacía un Estado dentro de otro Estado, no podía mantenerse, cuando el órgano gubernamental, extendiendo en todos los sentidos sus ramificaciones, subordinaba cada vez más a todos los órganos secundarios de la sociedad. Había que ensanchar la base sobre que reposaba la institución y ligarla al conjunto de la vida nacional. Pero si en vez de quedar aisladas las corporaciones semejantes de las diferentes localidades se hubiesen ligado unas a otras para formar un mismo sistema, si todos esos sistemas hubiesen estado sometidos a la acción general del Estado y conservados de este modo en un perpetuo sentimiento de su solidaridad, el despotismo de la rutina y el egoísmo profesional hubieran quedado encerrados en sus justos límites. En efecto, la tradición no se mantiene tan fácilmente invariable en una vasta asociación, esparcida en un inmenso territorio como en un pequeño grupo que no traspasa el recinto de una ciudad (15); al mismo tiempo, cada grupo particular está menos inclinado a no ver y a no buscar mas que su interés propio, una vez que entabla relaciones continuas con el centro director de la vida pública. Hasta es con esta sola condición como el pensamiento de la cosa común puede mantenerse despierto en las conciencias con suficiente continuidad. Porque, como las comunicaciones están entonces interrumpidas entre cada órgano particular y el poder encargado de representar los intereses generales la sociedad no se hace presente a los individuos sólo de una manera intermitente y vaga; la sentimos latente en todo el curso de nuestra vida cotidiana. Pero, al derribar lo que existía sin poner nada en su lugar no se ha hecho más que sustituir el egoísmo corporativo con el egoísmo individual, que es aún más disolvente. Véase por qué, de todas las destrucciones llevadas a cabo en dicha época sólo es ésta la que hay que lamentar. Al dispersarse los únicos grupos que podían reunir con constancia las voluntades individuales, hemos roto con nuestras propias manos el instrumento adecuado para nuestra reorganización moral.
Pero no sólo sería combatido de este modo el suicidio egoísta. Pariente próximo del precedente, el suicidio anómico, justifica el empleo del mismo tratamiento. La anomia, en efecto, procede de que, en ciertos puntos de la sociedad hay falta de fuerzas colectivas, es decir, de grupos constituidos para reglamentar la vida social. Resulta, pues, en parte, de ese mismo estado de disgregación de donde proviene también la corriente egoísta. Sólo que esta misma causa produce diferentes efectos, según que su punto de incidencia actúe sobre las funciones activas y prácticas o sobre las funciones representativas. Exalta y exaspera a las primeras, desorienta y desconcierta a las segundas. El remedio es, pues, el mismo en ambos casos. Y, en efecto, se ha podido ver que el principal cometido de las corporaciones sería, tanto en el porvenir como en el pasado, regular las funciones sociales y, más especialmente, las funciones económicas, sacarlas, por consiguiente, del estado de desorganización en que están ahora. Siempre que las concupiscencias excitadas tendieran a no reconocer límites, a la corporación correspondería fijar la parte que debe pertenecer equitativamente a cada orden de cooperadores. Superior a sus miembros, tendría toda la autoridad necesaria para reclamarles los sacrificios y las condiciones indispensables y para imponerles una regla. Al obligar a los más fuertes a no usar de su fuerza sino con moderación, al impedir a los más débiles extender infinitamente sus reivindicaciones, al recordar a los unos y a los otros el sentimiento de sus deberes recíprocos y del interés general, al reglamentar la producción, en ciertos casos, de modo que la impidiera degenerar en una fiebre malsana, moderaría las pasiones y, asignándoles ciertos límites, permitiría su apaciguamiento. Así se establecería una disciplina moral, de un género nuevo, sin la cual todos los descubrimientos de la ciencia y todos los progresos del bienestar social no podrían engendrar nunca mas que descontentos. No se ve en qué otro medio podría elaborarse esta ley de justicia distributiva, tan urgente, ni por qué otro órgano podría ser aplicada. La religión que, en otro tiempo, había cumplido en parte esa misión, ahora sería impropia para ella. Porque el principio necesario de la única reglamentación a que puede someter la vida económica es el desprecio de la riqueza. Si exhorta a los fieles a conformarse con su suerte, es en virtud de la idea de que nuestra condición terrestre resulta indiferente para nuestra salvación. Si enseña que nuestro deber es aceptar dócilmente nuestro destino tal como lo han creado las circunstancias, es para ligarnos por completo a fines más dignos de nuestros esfuerzos; y por esto mismo es por lo que, de una manera general, recomienda la moderación en los deseos. Pero esta resignación pasiva es inconciliable con el lugar que los intereses temporales iban tomado ahora en la existencia colectiva. La disciplina de que tienen necesidad debe considerar su objeto, no el relegarlos a segundo término y reducirlos cuanto sea posible, sino darles una organización que esté en relación con su importancia. El problema se ha hecho más complejo, y si no es un remedio abandonar la rienda a las apetitos, para contenerlas, tampoco es bastante comprimirlos. Si los últimas defensores de las viejas teorías económicas están equivocadas al desconocer que es tan necesaria hay como en otro tiempo una regla, los apologistas de la institución religiosa se equivocan al creer que la regla de otro tiempo puede ser eficaz hoy aún. Su ineficacia actual es la causante del mal.
Esas soluciones fáciles no guardan relación con las dificultades del problema. Sin duda que sólo una potencia moral puede dar la ley al hombre; pero es preciso, además, que esté bastante mezclada con las cosas de este mundo para que pueda estimularlas en su verdadero valor. El grupo profesional ofrece ese doble carácter. Por ser un grupo, domina desde bastante altura a los individuos y pone límites a sus concupiscencias; pero vive demasiado su vida para no simpatizar con sus necesidades. No deja de ser cierto, por otra parte, que el Estado tiene también importantes funciones que cumplir. El sólo puede oponer el particularismo de cada corporación, el sentimiento de la utilidad general y las necesidades del equilibrio orgánico. Pero sabemos que su acción no puede ejercerse útilmente mas que cuando existe todo un sistema de órganos secundarios que la diversifiquen. Así, pues, ante todo, hay que producirlos.
Existe, sin embargo, un suicidio que no podría determinarse por este procedimiento: el que resulta de la anomia conyugal. Parece que aquí nos hallamos en presencia de una antinomia insoluble.
Hemos dicho que la causa la institución del divorcio, con el conjunto de ideas y de costumbres de que esta institución resulta y que no hace ella más que consagrar. ¿Se sigue de esto que haya que abrogarla allí donde exista? Es una cuestión demasiado compleja para que pueda ser tratada aquí; no cabe abordarla útilmente más que, al fin de un estudio sobre el matrimonio y sobre su evolución. Por el momento sólo tenemos que ocuparnos de las relaciones del divorcio y del suicidio. Desde este punto de vista diremos: El único medio de disminuir el número de suicidios, debidos a la anomia conyugal, es hacer más indisoluble el matrimonio.
Pero lo que hace al problema singularmente emocionante y casi le da un interés dramático, es que no se puede disminuir los suicidios de esposos sin aumentar los de las esposas. ¿Será preciso, pues, sacrificar necesariamente a uno de los dos sexos, y se reduce la solución a escoger el menos grave de los dos males? No se encuentra otra posible, en tanto que los intereses de los cónyuges en el matrimonio sean tan manifiestamente contrarios. En tanto que los unos tengan, ante todo, necesidad de libertad y los otros de disciplina, la institución matrimonial no podrá aprovechar igualmente a los unos y a los otros. Pero este antagonismo, que deja sin salida actualmente la solución, no es irremediable y se puede esperar que esté destinado a desaparecer.
Procede, en efecto de que los sexos no participan igualmente de la vida social. El hombre está activamente mezclado a ella, mientras que la mujer no hace apenas más que asistir a distancia. De esto resulta que él está socializado en un grado más alto que ella. Sus gustos, sus aspiraciones, su humor, tienen, en gran parte, un origen colectivo, mientras que los de su compañera se hallan colocados más inmediatamente bajo la influencia del organismo. El tiene otras necesidades que ella, y, por consiguiente, es imposible que una institución destinada a reglamentar su vida común sea equitativa y satisfaga simultáneamente exigencias tan opuestas. No puede convenir a la vez a dos seres, de los que uno es, casi por completo, un producto de la sociedad, mientras que el otro ha quedado más bien tal y como lo ha hecho la naturaleza. Pero no se ha probado en absoluto que deba mantenerse necesariamente esta oposición. Sin duda, en cierto sentido, era menos marcada en los orígenes, que lo es hoy; pero no puede deducirse de ello que esté destinada a desenvolverse sin fin. Porque los estados sociales más primitivos se reproducen a menudo en los períodos más elevados de la evolución, pero bajo formas diferentes y aún contrarias a las que tenían al principio. Seguramente no hay lugar para suponer que nunca se encuentre la mujer en estado de llenar las mismas funciones que el hombre en la sociedad; pero podrá tener en ella una misión que, aun perteneciéndole propiamente, sea, sin embargo, más activa y más importante que la de hoy. El sexo femenino no se hará más parecido o al masculino; al contrario, puede preverse que se diferenciará más. Sólo que esas diferencias serán utilizadas socialmente mejor que en el pasado. ¿Por qué, por ejemplo, a medida que el hombre, cada vez más absorbido por las funciones utilitarias, se vea obligado a renunciara las funciones estéticas, no vendrán éstas a parar a la mujer? Los dos sexos se diferenciarían así, y al mismo tiempo que se diferenciaban, se socializarían igualmente, pero de maneras distintas (16). Y es en este sentido como parece hacerse la evolución. En las ciudades, la mujer difiere del hombre mucho más que en el campo; y, sin embargo, es allí donde su constitución intelectual y moral está más impregnada de vida social.
En todo caso, este es el solo medio de atenuar el triste conflicto moral que divide actualmente a los sexos, y del cual la estadística de los suicidios nos suministra una prueba definitiva. Sólo cuando la separación entre los cónyuges sea menor, es cuando el matrimonio no estará dispuesto, por decirlo así, a favorecer necesariamente a uno en detrimento del otro. En cuanto a los que reclaman iguales derechos para la mujer que para el hombre, olvidan que la obra de los siglos no puede ser abolida en un instante; que, por otra parte, esta igualdad jurídica no puede ser legitima mientras la desigualdad psicológica sea tan flagrante. Hay, pues, que emplear nuestros esfuerzos en disminuir ésta última. Para que el hombre y la mujer puedan ser igualmente protegidos por la misma institución, es preciso que, ante todo, sean seres de la misma naturaleza. Sólo entonces no se podrá acusar a la indivisibilidad del lazo conyugal de no servir más que a una de las dos partes a que liga.

14.- Los primeros colegios de artesanos se remontan a la Roma real. V. Marquardt, Privat Leben der Roemer, II, p. 4.
15.- Véanse las razones en nuestra Division du travail social. L. II, cap. III, especialmente, págs. 335 y siguientes.
16.- Puede preverse que esta diferenciación no tendría entonces probablemente el carácter estrictamente reglamentario que tiene hoy. La mujer no estaría ya, de oficio, excluida de ciertas funciones y relegada a otras. Podría más libremente escoger; pero su elección determinda por sus aptitudes; se aplicaría en general sobre un mismo orden de ocupaciones. Sería notoriamente uniforme, sin ser obligatoria.


Libro III;
"El suicidio"
Émile Durkheim

Echoes Part 1 -Pink Floyd (Live at Pompeii)


15 de marzo de 2008

Corazón Cuarteado - Anaïs Nin

"La pócima del amor no constituía escapatoria, porque en sus anillos yacen latentes sueños de gran­deza que despiertan cuando hombres y mujeres se fecundan profundamente. Siempre nace algo del hombre y la mujer que yacen juntos e intercambian las esencias de sus vidas. Siempre es arrastrada algu­na semilla que se abre en el suelo de la pasión. Los vapores del deseo son la matriz del nacimiento del hombre, y a menudo en la embriaguez de las cari­cias se forja la historia, y la ciencia, y la filosofía. Una mujer, mientras cose, cocina, abraza, cubre, ca­lienta, también sueña que el hombre que la posea será más que un hombre, será la figura mitológica de sus sueños, el héroe, el descubridor, el construc­tor... A menos que sea una furcia anónima, ningún hombre penetra impunemente a una mujer, porque allí donde se mezcla la semilla de hombre y mujer, dentro de las gotas de sangre que se entremezclan, los cambios que ocurren son los mismos que los de los grandes y caudalosos ríos de la herencia, que, además de transmitir los rasgos físicos, transmiten los rasgos del carácter de padre a hijo y a nieto. Re­cuerdos de experiencias son transmitidos por las mis­mas células que repitieron la forma de una nariz, una mano, el tono de una voz, el color de un ojo. Esos grandes y caudalosos ríos de la herencia trans­mitieron rasgos y llevaron sueños de un puerto a otro hasta su realización, y dieron a luz a persona­lidades nunca nacidas antes... No hay hombre ni mujer que sepa lo que nacerá en la oscuridad de su entreveramiento; tantas cosas además de niños, tan­tos partos invisibles, tantos intercambios de alma y carácter, tantos florecimientos de personalidades desconocidas, tantas liberaciones de tesoros ocultos, de fantasías soterradas..."
Anaïs Nin - Corazón Cuarteado